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Las islas Cíes guardan aún muchos secretos. Puede parecer una exageración, ya que en los últimos años se han convertido en una de esas visitas casi imprescindibles para quien llega a Galicia en temporada de verano, pero es lo que cualquiera con un poco de curiosidad puede descubrir al poner un pie en ellas.
No hace tanto –bueno, sí, quizás ya ha pasado cierto tiempo–, las Cíes eran un lugar apenas visitado por gente interesada en el avistamiento de aves, en playas casi desiertas en las que practicar el naturismo o por alemanes de aquellos que llegaban en una furgoneta DKW hasta Vigo o Cangas tras atravesar Europa con la intención de dejar el mundo atrás durante unos meses. Poco queda de todo eso, salvo el mítico Matar Hippies en Las Cíes, de Siniestro Total.
Pasaron los años y llegaron la inclusión como parte del Parque Nacional de las Illas Atlánticas en 2002 y la declaración de la playa de Roda como la mejor playa del mundo, según el diario The Guardian, en 2007. Y con ellos el boom de visitantes que obligó a establecer un cupo máximo de personas que pueden llegar a la isla cada día.
Y, aún así, las Cíes siguen cuajadas de lugares míticos y de rincones desconocidos. Fuera de los fines de semana de verano, alejándose por los senderos que culebrean entre pinares hacia el faro do Príncipe o la Punta Chancelos, es fácil imaginar el ambiente que vivieron los monjes medievales que se instalaron aquí hace 1.000 años.
Recorriendo la costa de cala en cala, de la de Areiña a Cantareiras, de Os Bolos a Muxieiro, la atmósfera sigue siendo la que encontraron los corsarios de Sir Francis Drake cuando instalaron su campamento hace casi 500 años a la sombra de esos árboles.
Por uno de esos senderos, tras poco más de 10 minutos caminando desde el embarcadero, se llega a uno de esos secretos que pasan tantas veces desapercibidos para los visitantes foráneos.
La gente de la ría lo conoce, pero la sombra de la fama de la vecina playa de Rodas y la comodidad de tantos de los que llegan de tierra firme y optan por el primer arenal que encuentran han preservado una cierta tranquilidad en una de las playas más septentrionales de la isla de Monteagudo: Figueiras.
Figueiras sigue siendo, a pesar de que en verano llega gente de medio mundo, un oasis de calma. Apenas 400 metros de arenas blanquísimas y de un mar con tantos grados de azul que cuesta imaginarlo. Tan cerca y al mismo tiempo tan lejos del bullicio de Rodas, de sus barcos y de su chiringuito. Figueiras es la playa de los que buscan otro ambiente, de los que añoran las Cíes de otro tiempo. Y, además, ha sido votada por los lectores de Condé Nast Traveler como la segunda mejor playa de España, solo por detrás de la gaditana Valdevaqueros
La playa do Alemán, como también se conoce por uno de aquellos visitantes de los años 70 que hizo de ella su campo base y que instauró aquí el naturismo. Aún hoy, medio siglo más tarde y aunque actualmente buena parte de los visitantes opten por el bañador, Figueiras sigue siendo una playa nudista.
Y cuanto más al norte, sobre todo en la pequeña cala que hay detrás de las rocas, más se acentúa la presencia de esta opción. Figueiras fue siempre un lugar libre, en el que todos caben y en el que todos se respetan, en el que cada uno elige cómo quiere convivir con este paisaje.
El camino, con el mar apareciendo aquí y allá entre los pinos, es espectacular, aunque no anticipa lo que uno se encuentra al llegar. Parece imposible que a pocos kilómetros de Vigo, la mayor ciudad de Galicia, sobreviva un lugar así, una franja de orilla atlántica en la que el tiempo parece transcurrir a otro ritmo, en la que es fácil olvidarse del reloj y dejarse llevar solamente por el ritmo que marcan las mareas.
Cuesta creer que ahí, a un paso, apenas a 20 minutos de barco, está la Galicia urbana, Cangas con sus tabernas, Baiona, Moaña, Nigrán, Canido. Al otro lado del Canal Norte que separa de tierra firme, las rompientes del Cabo do Home, las arenas de la playa de Melides y el faro de Punta Subrido.
Son apenas 3 kilómetros, pero desde la playa parecen mucho más distantes. Aquello es el continente. Y esto, si aún no te has dado cuenta, es otro mundo.
Cuesta no dejarse llevar y querer quedarse. Cuesta, aunque no podemos olvidar que la mayoría de los visitantes, salvo aquellos que tengan una reserva en el camping, dejarán la isla al atardecer, con el último barco. A todos les costará irse. Todos darán un último vistazo, resignado, desde el camino.
Y no es que el regreso sea un mal plan. Ahí estarán las terrazas de Cangas, esperándonos a nuestra vuelta, con su pulpo, su caldeirada de zapata (un pescado seco que sólo encontrarás en esta comarca) o sus raciones de xoubas. O Vigo, para quienes naveguen al sur, con su interminable oferta de ocio.
Aún así, aún sabiendo que la ría tiene mucho que ofrecer, es inevitable sentir un pellizco al recoger. Porque es imposible aquí no hacer el camino de regreso con desgana, deseando que el día durase un rato más. Es imposible no adaptar y hacer nuestro aquel dicho caribeño, porque ¿Quién puede ser infeliz a la sombra del pinar de Figueiras?
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